La cortesía de San Giulio

En algún momento visité Orta San Giulio, un municipio al norte de Italia que nunca ha superado los 1.200 habitantes y que destaca por ubicarse sobre una península rodeada de agua a la que solo se puede acceder con alguna embarcación desde la costa. Es prácticamente una isla.

Caminarla fue recorrer un tapiz de piedra y agua que se despliega como un enigma bajo la mirada del Monte Sacro. Sus calles, laberintos de adoquines y ecos, serpentean entre fachadas que susurran historias de tiempos olvidados con escaleras que te llevan a ningún lado. En este lugar, el tiempo parece detenerse y se mantiene suspendido en el reflejo del lago. Sus plazas, son escenarios donde se representan actos de una obra escueta pero inabarcable, ya que cada piedra y cada onda del agua circundante, simbolizan una parte de un compendio de laberintos donde cada elección conduce a un nuevo enigma y, cada respuesta, es el preludio de otra pregunta.

Transitándola me topé con una cafetería a la que ingresé con cierta timidez para no perturbar el ambiente calmo. "¿Crees en los mundos que se ocultan tras los reflejos?", me preguntó súbitamente con voz serena, en un "itañol" más que entendible, una persona que vestía algo extraño y que me preparaba con una amabilidad sinigual, mi café espresso hecho con granos originarios de Uganda, de variedad robusta. Ante su inquietud, asentí, más por compromiso y apuro, que por convicción. Finalmente le completé el pedido con un crumble de parcha y me senté a esperar un poco desorientado por su planteo. A los pocos minutos, un mozo que ni siquiera vi llegar, me acercó en una bandeja plateada y muy brillante mi pedido. Pero había demasiadas cosas que yo no había solicitado, aclarándome que, de cortesía, me ofrecían un licor dulce llamado Amaretto, una copa de Grapa producto de la destilación de orujos de uva, y Fratello, un licor obtenido de avellanas cultivadas en la región de Piamonte.

Luego de agradecer oportunamente el gesto, probé el café y percibí sabores equilibrados, ligeramente dulces y algunas sensaciones cítricas. Luego seguí por el crumble y las bebidas alcohólicas, dejando casi vacía la bandeja notando que, al levantarla progresivamente, no se proyectaba mi reflejo en ella, sino más bien, mostraba la mismísima cafetería desde otro ángulo. Confundido, elevé la mirada y todo seguía igual: visitantes haciendo su pedido, mozos repartiendo.

Continué por ponerme de pie y llevar mi bandeja hacia la caja para reiterar el agradecimiento por la atención que me habían brindado. Sin embargo, luego de dar los pasos necesarios para llegar a la zona de pago, un cliente con dinero en la mano me comenta inesperadamente: "creo que en cada reflejo, hay mundos y vidas que se ocultan". Instantes después, me entregó unas monedas a cambio del café que le había preparado y se marchó golpeando estrenduosamente la puerta del local.



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